Es sobrecogedor querer compartir la propia vida con alguien -pensadlo bien-, pese a que sea imposible. Cabe convivir, cada uno con su vida. Pero entregar la propia vida, nada más lejos de la realidad, pese a las palabras que usemos. Es un exceso, claramente. «Compartir vida» suele ser, en la práctica, «hablar de ella con alguien», quizá dar testimonio, poner palabras. ¡Vaya usted a saber qué recibe quien escucha y cómo se lo toma!

En el Evangelio no se habla de «vida» propiamente, sino de «alma» (psyché), de aliento interior. No se habla de entregar el tiempo, ni las fuerzas, ni nada de eso. No se habla de hacer o dejar de hacer, sino de el sentido más íntimo y propio de la persona, aquel impulso en nosotros que nos define e identifica, y a la vez no nos deja descansar, quiebra nuestro refugio y es nuestra fortaleza. Una preciosa referencia dentro del texto, para mirarla con cuidado, está en la relación entre esta palabra y la resurrección (el seguir adelante, como si se hablara de un camino al que todavía le falta tramo que recorrer.)

Mateo (16,21-27):

En aquel tiempo, empezó Jesús a explicar a sus discípulos que tenía que ir a Jerusalén y padecer allí mucho por parte de los ancianos, sumos sacerdotes y escribas, y que tenía que ser ejecutado y resucitar al tercer día.
Pedro se lo llevó aparte y se puso a increparlo: «¡No lo permita Dios, Señor! Eso no puede pasarte.»
Jesús se volvió y dijo a Pedro: «Quítate de mi vista, Satanás, que me haces tropezar; tú piensas corno los hombres, no como Dios.»
Entonces dijo Jesús a sus discípulos: «El que quiera venirse conmigo, que se niegue a sí mismo, que cargue con su cruz y me siga. Si uno quiere salvar su vida, la perderá; pero el que la pierda por mí la encontrará. ¿De qué le sirve a un hombre ganar el mundo entero, si arruina su vida? ¿O qué podrá dar para recobrarla? Porque el Hijo del hombre vendrá entre sus ángeles, con la gloria de su Padre, y entonces pagará a cada uno según su conducta.»

Palabra del Señor